Mi nombre es Mercedes. Nací en España, pero mis padres son mexicanos. Somos una familia de cuatro: mi hermano, mis padres y yo. Desde pequeña, me sentía sola. En casa todo era para mi hermano mayor, y a mí casi nunca me prestaban atención. Mis padres trabajaban mucho, y cuando llegaban a casa solo les importaba saber cómo había ido el día de mi hermano. A mí nunca me preguntaban cómo me sentía.

Desde pequeña, siempre me sentí insegura. En la escuela las cosas no mejoraban. No tenía amigos, y a veces me ponía tan nerviosa que me orinaba. Esto me pasó en el primer y segundo año de clases. La maestra llamaba a mis padres muchas veces, y mis compañeros no se acercaban a mí. Sentía que todo el mundo me rechazaba, tanto mi familia como mis compañeros.

En casa, la situación no era mejor. Mis padres nunca se daban cuenta de lo que pasaba conmigo. El maltrato, aunque no siempre era físico, era constante. Yo nunca me sentí querida. Cuando era pequeña, me orinaba en la cama muchas veces, y mi mamá, en lugar de ayudarme, me gritaba e insultaba, diciéndome que era débil. No sabía si era por mis nervios o porque me sentía rechazada por ella.

A medida que fui creciendo, empecé a refugiarme en cosas que me apartaran aún más de mi realidad, como vestirme de negro, ponerme maquillaje oscuro y más tarde, empezar a fumar marihuana. Mis padres no se daban cuenta de nada. A mí, que siempre me sentí menos que mi hermano, me seguían diciendo cosas crueles como "eres tonta, nunca vas a llegar a nada, no sirves para nada, eres floja...".

Aunque estaba muy triste, en mi adolescencia empecé la secundaria. Allí conocí a algunos chicos con los que fumaba marihuana. Mis notas no eran buenas, A veces, mi mamá me golpeaba por cualquier cosa, como cuando le dije que no quería cenar. Mientras ella me golpeaba, mi hermano se reía, como si fuera un juego.

Todo esto me llevó a una depresión muy fuerte. A lo largo de los años, tuve ataques de pánico y ansiedad, y me hundí cada vez más sin que nadie a mi alrededor lo notara.

Un día ya no pude más y decidí irme de casa. Me fui a vivir con una tía. Allí, finalmente sentí cariño, comprensión y paz. Mi tía me ayudó mucho, aunque el daño ya estaba hecho. Poco a poco, me fui recuperando.

Seguí estudiando, mientras mi hermano seguía siendo el favorito. Para mis padres, él siempre fue el "inteligente", el "bueno" y el "guapo", mientras yo era la "feita", la "tonta", la "floja". Todo esto me hizo sentir como si nunca fuera a poder salir de ese círculo.

Mi depresión empeoró con el tiempo. Intenté suicidarme varias veces. La primera vez, tomé un frasco de pastillas, pero mi tía me encontró a tiempo y me llevó al hospital. Aunque me salvé, cuando salí de allí me di cuenta de que mis padres ni siquiera se habían preocupado por llamarme. Eso me hizo sentir aún más vacía.

Mi segundo intento fue más desesperado. Fui a caminar por una calle cercana, una avenida llena de coches, y me lancé hacia un coche. Quedé inconsciente y me llevaron nuevamente al hospital. Esta vez, me internaron en una clínica psiquiátrica durante casi cuatro meses. Durante ese tiempo, ni mis padres me visitaron. Mi hermano, por supuesto, era el centro de su atención.

Cuando salí de la clínica, mi tía estaba allí, feliz de darme la bienvenida. Yo seguía tomando medicamentos para la depresión, la ansiedad y los ataques de pánico, pero poco a poco me fui sintiendo mejor. Recuperé la confianza en mí misma.

Mi tía fue mi gran apoyo. Ella siempre me dijo cosas lindas y me mostró lo que era el amor y el respeto. Gracias a ella, terminé mis estudios. No fui la mejor, pero logré terminar lo que me propuse.

Hoy puedo decir que me siento segura. Ahora camino por las calles sin miedo y hablo con las personas sin vergüenza. Sé que valgo, que no soy inútil, que no soy tonta. Soy una persona que merece respeto, y eso es lo que busco.

Conseguí trabajo en un salón de belleza, ahorré y ahora estoy a punto de abrir el mío propio. Ya falta poco para que se haga realidad. Aunque no quiero tener contacto con mis padres, porque me hicieron mucho daño, los perdono. Pero en mi vida no volverán a estar. Ahora soy libre.

Los padres que hacen diferencias no entienden lo grave que es el daño que causan. Yo no tengo hijos, pero cuando los tenga, jamás permitiré que sufran lo que yo sufrí. Mis padres me dañaron mucho, pero me siento orgullosa de lo lejos que he llegado. Y todo lo conseguí sin su ayuda.

Espero que algún día se den cuenta de lo que me hicieron, pero de momento, ni siquiera han querido saber de mí. A pesar de todo, sigo sanando y perdonando. Mis sueños se están cumpliendo. Estoy a punto de abrir mi propio salón de belleza. No he parado de estudiar, mejorar y trabajar para lograr lo que quiero. Hoy puedo decir que soy bendecida.

 

 

Hola, mi nombre es Juan y me gustaría compartir mi historia en tu blog, ya que me inspiraste mucha confianza al hablar contigo. Veo que no buscas ningún beneficio contando estas historias, y eso me motivó a abrirme.

Vengo de una familia complicada: mis padres eran adictos, al igual que mis tíos, primos y hermanos. Mi infancia, como la de mis hermanos, fue muy dura. Pasábamos hambre, mucha hambre. Mis padres consumían a diario, y poco a poco mis hermanos también empezaron a hacerlo

Yo trataba de no ser como ellos, pero con el tiempo terminé cayendo en ese mismo mundo oscuro. Mis padres estuvieron varias veces recluidos por hurtos, y como era de esperarse, mis hermanos siguieron ese mismo camino.

Siempre quise trabajar y estudiar, pero nunca tuve apoyo familiar. El abandono, las detenciones y las idas y venidas de mis padres y hermanos se volvieron algo cotidiano.

De chicos subíamos al colectivo a ofrecer lapiceras, estampitas o golosinas para poder comer. A veces no alcanzaba, y entonces mis hermanos comenzaron a delinquir. Al final, yo también caí en lo mismo. Mi adicción al alcohol y a las drogas se volvió fatal: no pasaba un solo día sin consumir.

Éramos cuatro hermanos varones. Un día fuimos a robar a una casa y me detuvieron; mis hermanos escaparon. Pagué una condena de dos años. La vida en prisión fue durísima: la comida era terrible y el ambiente aún peor, pero uno se acostumbra. Durante ese tiempo, ninguno de mis hermanos vino a verme ni intentó contactarme.

Cuando salí, regresé a mi casa y la encontré destruida: mis padres y hermanos estaban consumiendo, la casa era un desorden total, llena de mugre, botellas basura . Esa imagen me hizo reaccionar. Pensé que no quería seguir así.Sin embargo, al poco tiempo volví a caer. Mis hermanos seguían en la mala vida, y yo, sin rumbo, volví al vicio. Seguíamos saliendo a la calle para “buscar el pan”, aunque en realidad buscábamos dinero para consumir. Finalmente, nos detuvieron otra vez, esta vez con dos de mis hermanos. Ellos ya estaban acostumbrados a entrar y salir de prisión.En la cárcel hacíamos trabajos, podíamos estudiar y asistir a los cultos religiosos. Después de tantas idas y venidas, mi madre falleció, y al año siguiente también mi padre. Nosotros seguíamos atrapados en el mismo círculo vicioso.Hasta que un día, cansado de esa vida de miseria —una vida que ni a un animal se le desea— decidí buscar ayuda. Me interné en un centro de rehabilitación, completé mi tratamiento, aunque tuve recaídas. Pero un día dije “ya no más”.

Volví a internarme, y esa última vez sí funcionó. Nunca más volví a consumir. Me alejé de mis hermanos y, gracias al centro, conseguí un trabajo honesto, algo que siempre había soñado.Tiempo después, uno de mis hermanos me pidió ayuda para entrar al centro. Lo hizo, completó su tratamiento y salió completamente cambiado. Se veía bien, hablaba con claridad y tenía ganas de vivir. Los otros dos siguieron igual, sin querer cambiar.Hoy, mi hermano y yo trabajamos juntos ayudando a otros jóvenes que están pasando por lo mismo. Damos charlas, compartimos nuestras experiencias y tratamos de ser un ejemplo de que sí se puede salir adelante.Tengo una pareja maravillosa, trabajadora y buena. Vivimos juntos desde hace unos años. Mi hermano también rehizo su vida: consiguió trabajo y una compañera que jamás lo juzgó por su pasado.Ambos damos gracias por esta nueva oportunidad. Sentimos vergüenza por lo que hicimos, arrepentimiento por las veces que robamos a personas honestas. Pero también sentimos gratitud por haber cambiado, por poder ayudar a otros a no cometer los mismos errores.Este es solo un resumen de una historia larga, llena de miseria, hambre y dolor, pero también de redención. Espero que sirva para tu blog, y sobre todo, para inspirar a otros a no rendirse y creer que el cambio sí es posible.

                                                             Un abrazo a la distancia,

                                                         Los hermanos Juancho y Miguel  Echeverri 🇦🇷

                     

 

  Esta es la historia de Valeria y Andrés: Testimonio poderoso de la fe y el poder de Dios, simplemente maravilloso

Hola somos Valeria y Andrés, una pareja cristiana, y nos gustaría compartir nuestra historia con todos tus seguidores. Hemos visto que tratas todos los temas con seriedad , y para nosotros dar nuestro testimonio es muy importante, no solo darlo en la iglesia, sino también darlo a conocer con el mundo.

Nosotros nos conocimos hace unos 15 años. Valeria era estudiante de veterinaria y yo trabajaba en lo que podía, haciendo de todo para sobrevivir: limpiaba carros, cortaba pasto, hacía mandados, era pintor, albañil, plomero… lo que se presentara para yo poder mantenerme y mantener a mi familia: mi madre y mis dos hermanas. cuando conocí a Valeria, ella era una muchacha con muchos sueños y metas, al igual que yo, pero la diferencia era que ella sí tenía los medios para ser una profesional. Yo, en cambio, luchaba con la vida para poder tener un trabajo estable, lo cual se me dificultaba cada vez más.

Cuando la conocí, me fleché. Quedé completamente impresionado con su belleza y naturalidad, pero pensé: “ella nunca se va a fijar en alguien como yo”, más que nada por la diferencia: Ella venía de clase media alta , y yo clase baja, batallando para poder juntar algún peso y ayudar en casa cada día. Ella pasaba por enfrente de mi casa para ir a estudiar. Yo la observaba con ternura y amor, pero siempre desde lejos. Ella era una muchacha brillante, amable, educada, nada que ver con otras personas que, por tener dinero, quieren pisar a todo el mundo. Ella era sencilla, atenta, una princesa, así la puedo describir.

Un día, se acercó ella a hablarme para ver si yo podía hacer una reparación en su casa. Yo acepté encantado, claro, tenía la oportunidad de conocerla más. Al otro día fui a su casa, hice la reparación que me pidió, ella quedó encantada con mi trabajo y yo quedé encantado con ella. Ese mismo día me encargó si podía pintar su sala, ya que estaba toda blanca y a ella no le gustaba. Así que me pidió que la acompañara a mirar pinturas y colores para su sala. Fuimos ese día, estuvimos horas viendo la pintura y los colores mientras ella se decidía. Al final, escogió unos colores más vivos: color turquesa y verde.

Bueno, saliendo de allí, ella me invitó a tomar y comer algo, pero yo no quería aceptar, no quería parecer aprovechado. Así que le dije: "No, deja, no te molestes, yo te invito. Vamos, que aquí a unas cuadras hay un lugar donde venden unas hamburguesas muy ricas". Ella aceptó. Ese día estuvimos todo el día juntos y los siguientes días también, mientras yo pintaba su casa, ella buscaba a ver qué más podía reparar yo. Bueno, terminé el trabajo, la sala quedó muy linda, a ella le encantó. Luego me pidió que pintara su cocina, todo con la excusa de seguir viéndome.

El tiempo pasaba. Ella me contó que se había enamorado de mí, pero que ella es cristiana y buscaba a alguien cristiano también. Bueno, yo era multiuso, hacía de todo, pero religión no tenía y no creía. Poco a poco, me empezó a invitar a la iglesia. Yo me negaba, pensaba que eso no era para mí. ¿Cómo un pecador como yo podía ir a una iglesia? Yo los fines de semana me iba con mis amigos y volvía a mi casa a los dos días, pero de lunes a viernes estaba siempre buscando qué trabajo hacer para así poder ayudar a mi madre.

Pero poco a poco comencé a ir a la iglesia. Yo estaba loco, perdido por ella y ella por mí, pero no podíamos ni besarnos ni nada, ya que su religión no se lo permitía. Bueno, yo seguía trabajando  yendo a la iglesia, más que nada era por estar cerca de ella. En la iglesia conocí gente buena, sencilla y de buen corazón. Todos querían ayudarme, me ofrecían trabajos y fue ahí donde comencé a generar ingresos de verdad. Un día me llamaban para pintar, otro día para ayudar en construcción, otro día para arreglar un jardín. En fin, el trabajo me sobraba. Nunca había tenido tanto trabajo como cuando comencé a ir a la iglesia. Cada vez que cobraba, corría a mi casa a dejarle a mi madre el dinero para ella y mis hermanas.

La verdad, haber ido a esa iglesia fue de una ayuda inmensa. Bueno, todo iba perfecto. Nosotros ya éramos novios. En la iglesia nos dijeron que si queríamos casarnos. Y claro, quisimos casarnos por la iglesia y por civil. La fiesta en la iglesia fue preciosa, pasamos el mejor día de nuestra vida. Yo me fui a vivir a su casa, ya que ella tenía casa propia que sus padres le habían comprado. La casa era grande, espaciosa, con 4 habitaciones, las cuales teníamos pensado usar para cuando tuviéramos a nuestros hijos. Estuvimos buscando nuestro primer hijo por 3 años, sin éxito. A veces la desesperación nos invadía. Nuestro sueño era tener un hogar y queríamos tener 3 o 4 hijos. Bueno, insistíamos, buscábamos, tratábamos por todos los medios que Valeria quedara embarazada, sin éxito y sin resultado.

Hasta que decidimos ir a una clínica para saber por qué no podíamos tener ese hijo que tanto deseábamos. Entonces, nos sometimos ambos a muchas pruebas hasta que nos llamaron para notificarnos que Valeria no podía tener hijos, que las posibilidades de tener un bebé eran casi imposibles y que no había nada que hacer. En fin, no nos quedamos solo con esa opinión, fuimos a otra clínica, ya sabiendo que ella era la que tenía el problema. Hicieron todos los análisis correspondientes y el resultado fue el mismo: “Es casi imposible que puedas quedar embarazada”. Eso nos destrozó, nos partió el corazón y todo eso generó mucho enojo en nosotros. Un sueño que jamás sería realidad, el de ser padres. Como de costumbre, ella salía todos los días a estudiar y yo a trabajar.

Al final, un amigo de la iglesia me ofreció un trabajo fijo y a día de hoy sigo ahí. Bueno, la relación se venía deteriorando. Valeria estaba desesperada, frustrada, enojada, y todo ese enojo lo vaciaba en mí. Yo trataba de entenderla, pero los dos sufríamos. Nuestro matrimonio se deterioró tanto, pero tanto, que ella ya no podía ni verme. La situación era realmente insostenible, y no por falta de amor. Amor era lo que nos sobraba, nos amábamos, pero ella trataba de alejarme de su vida. Un día decidí irme. Ella habló en la iglesia, quería divorciarse, algo que en realidad no está permitido en el cristianismo, a menos que seas una mujer maltratada o tu esposo te engañe, que en este caso jamás fue así. Los pastores nos dijeron que tuviéramos paciencia, que debíamos apoyarnos uno al otro como esposos, como familia, pero ella estaba cerrada, no quería seguir con nuestro matrimonio.

Bueno, yo volví a casa de mi madre. Allí seguía todo igual, mi habitación tal cual la había dejado. Mi madre habló conmigo y me dijo que debía tener paciencia y que no la abandonara. Y, por supuesto, que no la iba a abandonar. Simplemente decidí darle su espacio, pero nos veíamos casi a diario. Yo la visitaba y luego volvía a la casa de mi madre. Pusimos nuestra situación en manos de Dios, creyendo que Dios iba a hacer el milagro. Poco a poco retomamos la relación con más calma, tranquilos. Pensamos en adoptar, lo hablamos mucho y decidimos llamar a un hogar de niños. Estábamos en una larga lista de espera. La adopción no es tan fácil como a veces las personas piensan.

 Tuvimos charlas con psicólogos, personas y un grupo del hogar donde íbamos a adoptar. Teníamos todos los requisitos que pedían: una casa amplia, espacio suficiente para unos cuantos niños, trabajos estables. Valeria se recibió de veterinaria y puso su veterinaria, le va muy bien. Bueno, a todo esto pensábamos en cómo sería el día en que pudiéramos adoptar a nuestro hijo y cómo sería. Después de bastante tiempo, nos llamaron del hogar de niños, tenían un bebé recién nacido y su hermanita. El problema es que el bebé tenía síndrome de Down y las familias que lo iban a ver no lo querían por tener síndrome de Down.

Nosotros ni lo pensamos, dijimos: “Podemos ir ya y ver al bebé, si nos permiten adoptarlo”. Fue entonces que la señora del hogar, muy amable, ella siempre ha sido tan buena con nosotros y nos ha apoyado en todo, nos dijo: “También está su hermanita, ella es una niña sana. Quizás la quieran a ella. Entiendo perfectamente si no quieren al bebé, él tiene 3 meses, y también entiendo que tener un bebé así conlleva demasiados cuidados, pero vengan, pueden venir ahora si quieren y piénsenlo bien, ya que este bebé ya ha sido rechazado por varias familias”.

Nosotros agarramos el auto, salimos los dos sin pensar. Llegamos

al hogar de niños y nos dijeron que debíamos esperar un momento. La señora del hogar nos mostró a los niños, uno por uno, y al final nos presentó al bebé. Era un bebé tan pequeño, tan tierno. Al mirarlo, sentí una mezcla de sentimientos, era tan hermoso. Nos lo pasaron en brazos, y él, con su mirada inocente, nos miraba como si ya nos conociera. Lo más impresionante era el vínculo que se formó instantáneamente entre nosotros. El bebé con síndrome de Down, quien había sido rechazado por varias familias, ya no era un obstáculo, ya no era una limitación para nosotros, sino una bendición. Inmediatamente, lo abrazamos con todo nuestro amor, y decidimos que él sería nuestro hijo.

La hermanita también era una niña muy dulce, tranquila, hermosa, y al verla tan cercana a su hermano, sentimos que no podíamos separarlos. Fue en ese momento que tomamos la decisión de adoptarlos a ambos. Fue un proceso largo, con trámites, entrevistas y pruebas, pero al final, después de un par de meses, logramos adoptarlos. Recibimos a nuestro hijo con síndrome de Down y a su hermanita con todo el amor que teníamos. Ellos llegaron para llenar nuestra vida de alegría.

Pasaron los días, los meses, y la vida cambió completamente para nosotros. Al principio, hubo desafíos, por supuesto. Criar a un niño con síndrome de Down es un reto, pero también una bendición. Cada avance, cada gesto, cada sonrisa de nuestro hijo nos daba la fuerza para seguir. Nos apoyamos mutuamente, y, aunque había días difíciles, los momentos de felicidad superaban con creces cualquier obstáculo.

.Dos años después, para nuestra sorpresa, Valeria empezó a sentirse muy mal. Tenía vómitos, náuseas, mareos, no toleraba algunos olores y tampoco algunas comidas. Fue todo muy raro, pero Dios siempre tiene algo bueno para los que en Él creemos. Bueno, Valeria estaba enferma, sin energía, había ganado un par de kilos. Ella siempre fue muy delgada, así que me preocupé mucho. Si ella se enfermaba, ¿cómo íbamos a hacer? Nuestros niños aún eran pequeños y necesitaban de los dos. Así que decidí llevarla al médico porque me había preocupado mucho.

Fuimos a una clínica, con la urgencia de que la atendieran. Le hicieron varios análisis: sangre,  y demás. Cuando al rato aparece una enfermera y nos dice: "Los análisis están bien, tiene hierro, vitaminas y su salud está estupendamente". Yo enseguida reaccioné, preguntando: "¿Estupendamente? No, ella está enferma, hasta se ha desmayado, ¿cómo puede decirme que está estupendamente?". La enfermera me miró con calma y me dijo: "Lo que tiene, señor, es que está embarazada."

Mi mente no lo podía creer. Nos habían dicho que Valeria no podría tener hijos. ¡Habíamos pasado por tantas pruebas y estudios! Habíamos confirmado con dos clínicas que era casi imposible que pudiera quedar embarazada. Pero ahí estaba, la enfermera nos sonrió y nos dijo: "Vamos a realizarle una ecografía para confirmarlo, pero según los análisis, está embarazada."

Yo no podía creerlo. Pensé que había un error, que todo era una broma. Pero, con el tiempo, comenzamos a entender que Dios, en su perfecto tiempo, estaba haciendo un milagro. Y a los pocos minutos, nos llevaron a la sala de ecografía. La ecógrafa comenzó a aplicar el gel a la barriga de Valeria y empezó a buscar el latido del corazón.

De repente, escuchamos un pequeño "latido" en la pantalla. La ecógrafa dijo: "¿Ven esto? Este es su corazoncito. Y aquí están los piesitos y las manitos". Nosotros nos miramos, completamente atónitos. No podíamos creer lo que estábamos viendo. Lloramos juntos, abrazados, sin poder decir palabra. Era un momento que jamás imaginamos. Valeria tenía cuatro meses de embarazo.

Nos dijeron que no habíamos notado los síntomas porque a veces, Valeria tenía ciclos menstruales irregulares. Yo no podía dejar de pensar en lo afortunados que éramos. Habíamos sido bendecidos con la noticia de que íbamos a ser padres por tercera vez. Dios nos había dado a nuestros dos hijos adoptivos, y ahora, nos estaba premiando con un bebé biológico.

Cuando llegamos a casa, llamamos a toda la familia. Todos llegaron con una mezcla de emoción, incredulidad y alegría. Al principio pensaron que era una broma, pero luego se dieron cuenta de que no era así. Las abuelas lloraban de emoción, nos abrazaron con tanta fuerza que no podíamos respirar de la emoción. Fue un momento que jamás olvidaremos.

El pastor y la pastora también llegaron a nuestra casa para felicitarnos. Estaban muy felices por nosotros. Era un momento de agradecimiento y de ver, una vez más, el poder de Dios manifestado en nuestras vidas. A veces, lo que parece ser un sueño roto, se convierte en la mayor bendición de todas.

Y así fue como, después de años de esperar y luchar, nuestra familia se completó.Kevin, nuestra hija Lucía, y  nuestra pequeña, a quien decidimos llamar Valentina

Con esto queremos decirle a las personas que confíen, que no se rindan, que los tiempos de Dios no son los nuestros, y que los milagros realmente ocurren. Si tienen fe, todo es posible. Si creemos que Dios hará el milagro, Él lo hará

Hoy, después de muchos años, nuestros hijos crecen saludables y felices. Somos una familia llena de amor, respeto y gratitud. La adopción no solo nos dio hijos, sino también un propósito y una lección de vida: que el amor no tiene barreras, que la familia no siempre es biológica, pero sí es aquella que te acoge, te cuida, te abraza y te ama incondicionalmente.

Lo que más valoro ahora es el hecho de que Dios nos puso en el camino de nuestros hijos. Lo que parecía un sueño roto, una vida sin hijos, se convirtió en una hermosa realidad. Mi matrimonio con Valeria es más fuerte que nunca, y juntos hemos aprendido a ser padres, a ser familia. Nuestra historia es un testimonio de fe, de perseverancia y de amor. Queremos compartirla porque sabemos que, a través de nuestro testimonio, muchas personas pueden entender que, cuando se trata de amor y familia, no existen límites.

Estamos agradecidos con cada uno de los que nos ayudaron en este proceso, con los pastores de nuestra iglesia, con los amigos que nos brindaron apoyo, y sobre todo, con Dios, que nos guió y nos dio fuerzas cuando más lo necesitábamos.

Ahora que tenemos a nuestros hijos, sabemos que lo más importante en la vida es el amor, la paciencia y la fe. La familia es todo. Sin importar las circunstancias, nunca pierdan la esperanza, porque los milagros existen y las bendiciones llegan cuando menos lo esperas.

Te enviamos un cálido abrazo, Paloma, y pedimos a Dios que sea Él quien siempre te guíe y te dé sabiduría para que sigas haciendo este maravilloso trabajo que haces. Que sea Dios siempre guiándote.

 

                              

              Mi historia de resiliencia y amor
En ocasiones, la vida nos pone en circunstancias inesperadas que nos sacuden y nos desafían. Cuando era adolescente, a los 17 años, me enamoré de un hombre significativamente mayor, sin darme cuenta de que todo lo que me decía era falso. En la actualidad, tras haber vivido experiencias dolorosas, puedo afirmar que cada una de ellas me ha fortalecido. He descubierto un amor verdadero, una familia que me valora y, lo más importante, paz. Esta es mi narración de superación, resistencia y esperanza.
A los 17 años, me dejé llevar por un amor que no era auténtico. Me cautivó un hombre que tenía 18 años más que yo, quien me aseguraba que nunca había estado casado y que no tenía hijos. Me sentía única, protegida y, por supuesto, enamorada. Sin embargo, un día, todo cambió. Lo seguí hasta un lugar donde ingresó a una casa muy hermosa y aguardé a su salida. Al verlo salir, vi que estaba acompañado de una mujer y tres niños. En ese instante, pensé que eran su hermana y sus sobrinos hasta que me los presentaron como su esposa y sus hijos. ¡No podía creerlo! Ese fue el primer momento en que descubrí que cada palabra que había compartido conmigo era una farsa.
Sin dudar, decidí confrontar a la mujer, le revelé que estaba esperando un hijo de su marido, aunque él aún no lo sabía. Ella me recibió entre lágrimas y gritos, y me hizo una dolorosa revelación: no era la primera vez que él engañaba a otra mujer. A pesar de todo, decidió perdonarlo, lo que me llevó a un dilema, sin saber cuál camino tomar.
Lo más difícil llegó cuando opté por regresar a su lado. Me aseguró que había terminado su relación con su esposa y deseaba estar conmigo y con mi bebé. Creí que, tal vez, las cosas cambiarían. Pero pronto me di cuenta de que nada era diferente. Las agresiones verbales comenzaron, seguidas de los golpes. Me llamaba inútil y tonta, me agredía sin motivo alguno. Todo lo que hacía le parecía mal y sentía que no podía escapar de esa situación.
El instante que transformó mi vida para siempre fue cuando me golpeó mientras sostenía a mi hijo en brazos. En ese momento, algo dentro de mí se quebró. No podía permitir que la violencia lo alcanzara. Decidí huir. Tomé un jarrón, me defendí y salí de esa casa, llevando a mi hijo conmigo, sin mirar atrás.
Después de esa noche, fui a la policía y lo denuncié por maltrato. Aunque me sentía insegura y aterrorizada, sabía que estaba haciendo lo correcto. El miedo me invadió, pero comprendí que no podía continuar en esa situación. El juez emitió una orden de restricción, y me sentí un poco más tranquila. Me dijeron que había soportado demasiado tiempo, que tendría que haber denunciado antes, pero ese fue un momento de aprendizaje que me ayudó a escapar del abismo.
El tiempo transcurrió y me encontré con Isabel, la pareja de mi expareja. Al principio no sabía qué esperar, pero pronto comprendí que teníamos algo en común: el sufrimiento por haber sido traídas por el mismo hombre. Ella compartió su relato, su dolor, pero también su proceso de liberación. Al escucharla, comprendí que no estaba sola. Me sentí más empoderada y decidí superar el pasado.

Conocí a alguien que transformó mi vida. Él aceptó a mi hijo como si fuera suyo, y juntos, con mucho cariño, comenzamos a formar una familia estable. No solo es un excelente padre para nuestros pequeños, sino que también me ha brindado la confianza y el respeto que tanto anhelaba. Juntos, emprendimos un negocio de comida rápida, trabajamos en equipo y hemos convertido nuestra vida en mucho más que solo un trabajo: es un proyecto familiar.

    

                      La historia de Sabrina Méndez

Mi nombre es Sabrina Méndez, tengo 55 años y soy argentina. A los 22 años me casé con el amor de mi vida. Éramos muy jóvenes, pero estábamos seguros de lo que sentíamos. Pronto llegaron nuestros hijos, Alonso y Julián.

Yo trabajaba en un hospital y mi esposo era taxista. A pesar de las dificultades, siempre fuimos muy felices. Éramos una familia unida. Salíamos con nuestros hijos, paseábamos, recorríamos lugares y hasta podíamos irnos de vacaciones una vez por año. Todo era felicidad.

La familia de mi esposo siempre fue maravillosa conmigo. Me apoyaron en todo momento y me ayudaban a cuidar a mis hijos. Mi suegra fue una mujer excelente y mis cuñadas se convirtieron en las hermanas que nunca tuve. Me ayudaron más que mi propia familia.

Mis hijos crecieron, estudiaron y se independizaron. Con 18 y 19 años se fueron de casa para vivir con sus novias. Yo y mi esposo nos quedamos solos, pero tranquilos y orgullosos de ellos, porque se habían convertido en hombres de bien.

Durante ese tiempo solos pudimos cumplir un sueño: pagarnos un crucero. Era nuestro viaje soñado, para el que habíamos ahorrado desde que nos casamos. Ese viaje fue como volver a estar de luna de miel. Nos sentíamos como dos niños con juguetes nuevos. Todo era perfecto.

Pero al regresar, la vida nos sorprendió. Un mes después mi esposo comenzó a sentirse mal. Cada día empeoraba. Visitamos médicos y hospitales hasta que finalmente le diagnosticaron una enfermedad grave. Las medicinas eran carísimas y el seguro no cubría todos los gastos. Él ya no podía trabajar, y yo tuve que hacer horas extras para poder mantenernos. Nuestra familia nos ayudaba en todo lo que podía, y estaré siempre profundamente agradecida por eso.

Un año más tarde mi esposo falleció.
Yo quedé devastada, desolada. Ya no quería vivir. No comía, no dormía. Mi vida era gris. Mi compañero, mi complemento, ya no estaba conmigo. Dejé el trabajo porque la depresión no me permitía seguir. Me había tirado al abandono, sin fuerzas ni motivos para seguir adelante. Pasé cuatro años así, recordando cada palabra de él. Incluso aquella vez en que me dijo: “Un día te vas a topar con alguien y vas a volver a sonreír”. Me había enojado cuando me lo dijo. Pero tenía razón.

Cuatro años después, decidí poco a poco retomar las riendas de mi vida. Fue entonces cuando conocí a un señor diez años mayor que yo. Al principio éramos solo amigos. Me regalaba flores, chocolates… cosas que ya casi no se ven. Era atento, educado, simpático. Cada semana yo me preparaba para salir con él. Poco a poco mi semblante empezó a mejorar.

Un día me pidió que fuera su novia. Me reí. A mi edad, ¿novia? Pero él me dijo: “Para el amor no hay edad”. Incluso habló con mis hijos y les pidió permiso formal para salir conmigo. Mis hijos aceptaron encantados.

Meses después organizó una reunión en mi casa. Estábamos todos: mis hijos, mis cuñadas, mi suegra. De pronto él dijo: “Hicimos esta reunión porque queremos casarnos”. Yo quedé sorprendida, casi muero de vergüenza. No habíamos hablado de eso antes. Pero todos aplaudieron y yo, conmovida, acepté.

Este hombre es bueno. No digo que lo ame como amé a mi esposo, porque ese amor fue único, pero gracias a él volví a vivir. Hacemos muchas cosas juntos: nos anotamos en clases de salsa, vamos los fines de semana a su casa de campo, hemos viajado a Italia, Portugal, París y Perú. Gracias a él recuperé mis ganas de vivir, de salir, de respirar aire puro.

Hoy puedo decir que soy feliz, a pesar de todo lo malo que pasó. Soy feliz porque la vida me dio otra oportunidad, porque apareció este ángel en mi camino. Y ahora, más feliz que nunca, voy a ser abuela por segunda vez.

No puedo pedirle más a la vida. Solo puedo agradecer.

Gracias por contar mi historia. Quedé enganchada con tu blog y maravillada con cada historia. Por eso me animé a compartir la mía. Quizás suene cursi a mi edad esto del amor, pero me pareció lindo compartir con todos tus seguidores lo que viví.

  

                           El Arrebato de una Recién Nacida

Hola, gracias por contestar mis mensajes y por hablar conmigo en varias ocasiones. Antes de contarte mi historia, imagino que debes tener muchas que contar, pero te agradezco profundamente que me hayas dado la oportunidad de compartir mi experiencia de juventud. Sé que quizás no es lo que estás acostumbrada a publicar, pero creo que contando mi historia podré liberarme de esa carga tan pesada que llevé durante años.

Soy colombiana. Cuando tenía 16 años, quedé embarazada. Al principio no me había dado cuenta. Imagínate, a esa edad me veía cada día más rellenita, pero pensé que era porque mi cuerpo estaba cambiando. En mi ignorancia, nunca había pensado en quedar embarazada. Era tan jovencita... Mi novio, que era un muchachito de 17 años, tampoco entendía bien. Nosotros queríamos estar juntos, pero mis padres no me permitían verlo.

Un día, comencé con un dolor en el abdomen. Al principio no le di importancia, pero más tarde los dolores se volvieron insoportables. Mi madre me llevó al médico y ahí vieron que yo estaba embarazada. Ni siquiera yo me había dado cuenta. Bueno, cuando el médico le dijo a mi madre, ella me agarró a golpes en el consultorio mismo. Mi madre no se calmaba, tuvieron que llamar a la policía porque no había manera de detenerla. Llegó la policía, la calmaron y hablaron con ella, conmigo y con el médico, que fue quien dijo que no podían pegarme en mi estado.

Nos fuimos a casa. Ahí estaba mi padre, un hombre de pocas palabras, serio y frío. Apenas mi madre le dijo, él comenzó a insultarme de todas las formas posibles. Sus palabras me dolían tanto, aun más que los golpes que me había dado mi madre. Mi padre de una vez preguntó quién era el padre del bebé. Le dije. Se fue a la casa a exigirle a su familia que debían dar permiso para que pudiéramos casarnos, pero su familia no nos permitió. Se armó una discusión entre sus padres y los míos. Yo ya estaba de cinco meses, ¿qué podía hacer? Siendo tan jovencita, ni yo podía creerlo todavía.

Al final, mis padres me dejaron en casa todo el embarazo y ya no pude ver más a aquel noviecito que tenía. Nos queríamos, era un amor de juventud, algo bonito, pero ahora nos tocaba aguantar las consecuencias de nuestras faltas. Pasó el tiempo. La bebé nació. Para ese entonces yo ya había cumplido mis 17 años y ya había pensado en buscar un trabajo para poder mantener a mi bebé. Cuando nació, mis padres, para tapar todo, se llevaron a mi hija. Ni siquiera me dejaron verla, ni una sola vez. Apenas nació se la llevaron y nunca quisieron decirme qué hicieron con mi bebé. Yo era muy jovencita, casi pierdo la cabeza; la desesperación era día a día.

Al cumplir la mayoría de edad me fui de la casa de mis padres. Ellos nunca, pero nunca, me dijeron qué pasó con la bebé ni a quién se la habían entregado. Yo conseguí trabajo y arrendé una habitación. Dejé el contacto con mis padres, ya que sabía que no me dirían jamás qué hicieron. Seguí sola mi búsqueda. Fui al hospital, pero no pudieron ayudarme ya que mis padres no habían dicho nada. Lo único que me dijeron en el hospital era que mis padres se la llevaron.

En fin, seguí buscando, preguntando y averiguando por todos lados. Pregunté a familiares, amigos de mis padres, tías, primos y demás personas, pero nadie sabía decirme ya que, según ellos, ni siquiera sabían que yo estaba embarazada. Pero yo seguí buscando. Durante años ahorré dinero, vivía con lo mínimo, apenas si a veces compraba comida y pagaba el arriendo. El resto lo guardaba para poder contratar un detective. Eso era lo único que podía hacer sin información, no sabía ni a dónde dirigirme. Todo lo del nacimiento de mi hija estuvo muy raro desde un principio.

Años después, contraté a un detective. Le di todos mis ahorros y le pedí que, por favor, me ayudara a encontrar a la bebé que mis padres me habían arrebatado al nacer. Le di el nombre del hospital donde nació mi bebé, el nombre de las personas que estuvieron en el parto, todo lo que yo recordaba. Él comenzó su investigación, que por cierto duró varios años.

Cuando un día, de repente, llegó a mi casa y me dijo: “Creo que ya la tenemos. Estuve investigando mucho y creo que es su hija, pero debo estar completamente seguro de que es ella”. En fin, siguió investigando y efectivamente, era mi hija. La enfermera del hospital, que aún trabajaba ahí, vio cuando mis padres vendieron a mi hija en el hospital mismo. Se la entregaron a una pareja y ellos le pagaron mucho dinero. Aunque parezca increíble, fue así: mis propios padres vendieron a mi bebé.

Yo, hasta el día de hoy, no entiendo cómo pudieron ser tan despiadados, pero en mi país eso era de lo más normal. La familia que la crio era adinerada. Cuando me enteré de todo, fui a buscar a mis padres. Ellos, ya viejos, amargados y sin una gota de arrepentimiento, me miraron con desprecio. Yo no podía creer el delito que habían cometido, vender a mi hija. Eso fue algo que jamás les perdoné. Después de enfrentarlos e insultarlos, de decirles lo peor, me fui y comencé a buscar contacto con mi hija que, para ese entonces, ya tenía 19 años. Imagina pasar 19 años de tu vida en desesperación, sin saber ni cómo es tu hija. Ni siquiera pude verla al nacer, pero ahora, con pruebas, me fui acercando a ella.

Hicimos una amistad. Ella me hablaba de sus padres con orgullo. Ellos le habían dado todo toda su vida y ella era feliz con ellos. Por momentos pensaba: “¿Quién era yo para ir a presentarme en su vida así sin más?”. Pero cuando recordaba que me la habían arrebatado, seguía adelante con mi plan de acercarme a ella y desenmascarar a sus padres.

Fui en varias ocasiones a su casa. Qué digo casa, aquello era una mansión hermosa, gigantesca. Ellos eran muy buenas personas. No creo que hayan pagado por maldad, sino más bien por desesperación. Un día se me ocurrió preguntarles si tenían fotos juntos o del embarazo. Ellos llevaron un álbum de fotos lleno de fotos, pero ninguna de su embarazo. Resulta que hablando con la señora, ella me confió que no podía tener hijos y que su hija era adoptada, pero no lo sabía. Yo respiré hondo, mis ojos se llenaron de lágrimas.

Ese día, después de conversar y ver las fotos, me fui a mi casa con el corazón lleno de dolor e impotencia por no poder decirles que ella era mi hija. Al otro día me presenté en su casa. Le dije si podíamos conversar. Ella, encantada, como he dicho, ellos eran buenas personas. Bueno, mientras ella contaba anécdotas e historias de su hija, la frené. Le dije: “Espera, debo hablar contigo. Yo soy la verdadera madre de Luz Marina, y ustedes me la arrebataron al nacer. Lo hicieron, ustedes la compraron, le pagaron por ella a mis padres”. Ella no sabía más que decir. En ese momento, entró su esposo y mi hija, y yo me fui.

Pasaron unos días y ellos se presentaron en mi casa. Me pidieron que los perdonara, que ellos eran jóvenes también, pero no podían tener hijos. Fue entonces cuando mi madre les dijo que yo estaba embarazada, pero que yo no quería a mi bebé, que yo era aún menor de edad y que ella y mi padre tampoco estaban de acuerdo en que yo criara a la bebé sola. Yo les dije que debían decirle la verdad a Luz María, pero ellos tenían mucho temor: temor de que ella los odiara, de que los abandonara. Pero era necesario decirle que ellos no eran sus padres. Les di unos días para que le dijeran la verdad.

Un par de días más tarde, se presentaron todos en mi casa, incluida Luz María. Ellos le habían dicho todo. Al principio fue muy difícil que ella y todos asimiláramos lo que estaba pasando, pero yo los perdoné. Ellos no debieron pagar por una bebé, pero mis padres no debieron mentir que yo no quería a mi hija. Al final, lloramos todos juntos. Mi hija me llamó “mamá” por primera vez a sus 19 años. Yo los perdoné. Ellos tampoco fueron culpables. Ellos también estaban desesperados.

Hoy somos grandes amigos, más que amigos, son mi familia. Me costó años la búsqueda, pero por fin pude quitarme ese peso que llevaba encima. Mi hija es una jovencita buena, educada, con valores y buenas costumbres, y yo me siento tan orgullosa de ella, de la persona que es, y le agradezco tanto a sus padres adoptivos por haberla criado con tantos valores y respeto. Todos estos años de sufrimiento se acabaron, ahora yo soy otra persona, volví a vivir ya que antes vivía sumida en la amargura. Hoy somos felices.

Gracias por permitirnos contar nuestra historia. Aunque no lo crean, todo esto aun a día de hoy sigue pasando por padres ambiciosos como lo fueron los míos en su momento.

 

 

      Mi historia – Ingrid Pérez

Hola, mi nombre es Ingrid Pérez.

A los 19 años conocí a un chico. Él era atento, amable, tranquilo. Estudiábamos en la misma universidad. Con el tiempo nos hicimos novios y todo parecía maravilloso. Yo estaba muy enamorada de él, y él parecía estarlo de mí.

Tuvimos un noviazgo de dos años, aparentemente normal. Nunca cometió una falta 

al menos a mi manera de ver,

pero mis amigos y familiares me decían que no era normal que no me diera espacio para estar con mi familia o mis amigas. Siempre estaba llamando para saber dónde estaba, y muchas veces se presentaba en los lugares donde yo me encontraba. Yo era ingenua y justificaba su comportamiento diciendo: “es que estamos enamorados”.

Con el tiempo nos comprometimos y poco después nos casamos. Apenas lo hicimos, me pidió que dejara la universidad para dedicarme a la casa. Un par de meses más tarde quedé embarazada de mi primer hijo, y terminé dejando mis estudios porque él decía que, cuando se graduara, tendría suficiente dinero para mantenerme y que yo no necesitaría trabajar nunca más.

Poco a poco me fue alejando de mi familia y de mis amigas. Al principio no lo noté, porque confiaba en él. Un día quitó el teléfono de la casa, diciendo que era un gasto innecesario. Solo me dejó un celular, pero únicamente podía llamarlo a él. Durante el embarazo, ya ni siquiera me permitía salir a hacer las compras, porque no quería que nadie me viera.

Mi mamá me lo advertía: “te está manipulando, te va a dejar sola”. Y tenía razón. Cuando nació mi hijo Ignacio —un bebé precioso, de ojos azules y una sonrisa hermosa—, la situación empeoró. Ya no solo me prohibía salir, sino que comenzó a golpearme brutalmente. Frente a su familia actuaba como si nada pasara; conmigo era todo lo contrario. Yo me maquillaba los moretones para ocultarlos.

Tiempo después quedé embarazada de mi hija Claudia, que hoy es una gran bendición. Pero la violencia siguió aumentando. Él llegaba a casa cada dos o tres días, sin dinero, gritando, insultando y golpeándome delante de mis hijos. Muchas veces no tenía ni para comprarles leche.

Pensé en huir, pero me sentía sin fuerzas ni apoyo, porque él me había aislado de todos. Finalmente reuní valor, busqué a una amiga y a mi mamá, y les conté lo que estaba pasando. Ellas ya lo sospechaban, porque había desaparecido de sus vidas. Mi mamá había intentado muchas veces visitarnos, pero él siempre encontraba excusas para que no nos viera.

La última paliza que me dio fue tan brutal que terminé hospitalizada en estado crítico. Eso me dio la fuerza para dejarlo definitivamente. Con ayuda de mi familia y mi amiga, lo denuncié. Reuní pruebas y él fue a la cárcel por varios años, acusado de varios cargos.

Yo retomé la universidad y logré graduarme —solo me faltaba un año—. Hoy soy profesional de la salud, vivo cerca de mi madre y, gracias a Dios, tuve la oportunidad de conocer a un hombre maravilloso que me quiere a mí y a mis hijos.

Cuento mi historia porque sé que muchas mujeres están pasando por lo mismo. Quiero que sepan que no están solas, que busquen ayuda, que denuncien, que no permitan que las manipulen ni que las alejen de las personas que aman.

No aguanten golpes de nadie. Nadie merece vivir con miedo.

Espero que mi testimonio sirva para abrir los ojos de muchas mujeres y darles la fuerza para denunciar y buscar la ayuda que necesitan.

Gracias, Paloma, por publicar mi historia y darme esta oportunidad.

  Saludos Ingrid Pérez


 

 

De las adicciones a la esperanza: la historia de Pablo.

Nací en una familia trabajadora, con estabilidad financiera. Nunca nos ha faltado amor ni cosas materiales. Mis padres siguen trabajando, y siempre tuvimos una vida sin necesidades.

Tengo dos hermanos mayores: ellos siempre fueron educados, amables y estudiosos. Yo, el menor, siempre fui muy rebelde y consentido.

Mi problema con las adicciones comenzó en la adolescencia. Me junté con amigos que solo iban a la escuela por obligación. Ellos fumaban marihuana y yo comencé a fumar con ellos; después empezamos a beber alcohol.

Mis padres me pedían que me alejara de esas malas amistades, pero yo era joven y quería vivir a mi manera. Todo eso me trajo problemas en la escuela y en casa. Con el tiempo, no fue solo alcohol y marihuana, comenzamos a usar otras drogas.

A mis 18 años, mis padres optaron por echarme de casa. Me fui a vivir con un amigo cuyos padres no se interesaban por él ni por lo que hacía. Ahí comenzamos a robar en locales, negocios y tiendas. A veces nos detenían, pero nos soltaban pocos días después. Vivíamos en un caos total, creyendo que era diversión, y en realidad lo que hacíamos era destrozar nuestras vidas.

Mis padres sufrían, pero yo no podía ver eso. Mi madre a veces me visitaba y me dejaba dinero para comer, pero yo lo usaba todo para mis vicios. Con el tiempo conocimos más gente como nosotros, y todo era consumo de drogas, alcohol y delincuencia.

Un día, la policía nos vio robando y disparó. Mi amigo recibió un balazo y quedó tendido en el suelo; yo pude huir, pero el hecho me dejó un trauma enorme. Me preguntaba por qué no lo ayudé, y eso me hundió aún más en mi adicción.

Dejé de alimentarme, solo pensaba en consumir más y más. Toqué fondo: una sobredosis casi me quita la vida. Fue entonces cuando mi mente cambió: ya había destrozado mi vida, había robado, bebido y drogado¿qué más podía hacer? Decidí que o seguía en esa esclavitud o buscaba ayuda y cambiaba mi vida.

Al poco tiempo salí del hospital y ya no tenía donde quedarme. Ninguno de mis amigos me ofreció alojamiento; aprendí que los amigos primero te hunden y luego te dan la espalda. Dormí en la calle en pleno invierno y casi muero de hipotermia.

Un día tomé coraje y me aparecí en mi casa. Llegué sucio, con el pelo largo y ropa apestosa. Mi madre no me reconoció de inmediato; al decirle que era yo, me abrazó y me permitió entrar. Llamó a mi padre y a mis hermanos, y todos me ayudaron a levantarme.

Me bañé, me cortaron el pelo y comimos juntos. Me propusieron internarme en una clínica y acepté. Fue duro, recaí la primera vez, pero volví a pedir ayuda y pasé un año en recuperación, con visitas constantes de mi familia.

Hoy estoy completamente limpio. No necesito drogas ni alcohol. Asisto a reuniones de apoyo para no recaer y me dedico a ayudar y entrenar a jóvenes con problemas de adicción. También los ayudo a buscar trabajo y a mantener su mente enfocada en un futuro positivo, limpio de sustancias.

Tengo novia y ya tenemos fecha para casarnos. Estoy feliz. Mis padres y hermanos también. Veo el futuro con energía, ganas de salir adelante y mejorar mi vida.

Mi historia es prueba de que si se quiere, se puede. Espero ser inspiración para quienes hoy se sienten perdidos y recordarles que siempre hay oportunidad de cambiar.Al final, logré salir adelante y ahora me siento más vivo y con más fuerzas que nunca. 💪


 

 

  De mendigar en las calles a ser dueña de mi propio negocio

Yo nací en Ecuador, pero de pequeña me fui con mi madre a vivir a Chile. Mi madre viajó buscando un futuro mejor y me trajo a mí, pero a mi hermana, unos años mayor que yo, nunca la trajo. Ella la dejó al cuidado de la familia de su padre.

Cuando llegamos nos instalamos temporalmente en la casa de una amiga de mi madre. Ella amablemente nos permitió quedarnos en su casa, nos abrió las puertas a pesar de que tenía muchos problemas con su esposo, ya que él la agredía física y emocionalmente.

La amiga de mi madre salía todos los días a trabajar, mientras mi mamá se la pasaba sentada metida en la casa y no ayudaba en nada. Con el tiempo eso trajo problemas entre ellas, ya que lo de “temporalmente” duró bastante.

Yo tenía unos 9 años, pero siempre fui una niña avispada, no me perdía los detalles. Yo veía que, cuando estaban solos, mi madre y el marido de su amiga se encerraban por largos ratos, y eso no me agradaba. Ella me tenía totalmente descuidada; a veces hubiera preferido quedarme también con mi hermana, a la cual nunca se preocupó por traer con nosotras.

Con el tiempo, su amiga empezó a notar actitudes y faltas de respeto de mi madre hacia ella, y le pidió amablemente que por favor abandonáramos su casa. En fin, mi madre no se quería ir ya que no quería trabajar: quería que la mantuvieran.

Al final, el esposo de su amiga rentó una habitación para nosotras y ahí vivíamos. Él la visitaba y le daba dinero. Un par de meses después le dijo que se mudaran juntos y así lo hicieron.

La casa donde nos llevó realmente era una pocilga: un cuarto donde debíamos dormir todos, un baño a medio terminar que ni agua tenía; para usarlo teníamos que tirar con una palangana. Yo quería ir a la escuela como los demás niños, pero mi madre no me lo permitía. Ella prefería que yo saliera a mendigar monedas en la calle para llevar plata a casa. Así estuve unos años de mendiga en su casa.

Hasta que el marido de mi madre se quiso propasar conmigo. Yo tenía 13 años. Entonces me fui de la casa. Una señora me dio alojo en la suya y me ayudó a anotarme en la escuela. Empecé a estudiar.

La señora tenía una lavandería de ropa y, unos años más tarde, puso otra lavandería. Ella me enseñó todo: me enseñó a juntar dinero, porque yo trabajaba también con ella. Con el tiempo terminé mis estudios, pero en mi mente estaba abrir algún negocio. Yo ya tenía los conocimientos, y la señora me ayudó a ahorrar mi plata.

En su casa no me faltaba la comida ni la ropa, nada. Ella todo me lo daba. Al final pude poner mi negocio, un negocio que nada tiene que ver con la lavandería. Me centré en el negocio de comidas y puse un carrito de esos que hay en la calle. No te haces una idea de cómo funcionaba: se llenaba de gente todos los días.

Al final, mi madre eligió a ese hombre y se quedó con él. Yo, por fin, pude reunirme con mi hermana mayor. Nadie sabe todo lo que ella tuvo que pasar y sufrir por culpa del abandono de mi madre, pero ahora estamos juntas y trabajamos. Ya no en un carrito, sino en un local. Trabajamos las dos solas y ahora sí estamos felices.

Como suele pasar en otras historias, con mi madre no tenemos trato ni queremos tampoco. Yo pienso que antes de ser mujer se es madre, y ella nunca lo fue, porque una madre no abandona a sus hijos.

A pesar de eso, somos felices, y de que se sale adelante, se sale. Espero sirva para inspirar a más personas. No es la gran historia, pero pudimos salir adelante.

El que quiere, puede.

Saludos Abigail Y Amanda.

 

 

   Mi historia soy Irina.

Hola. Me atrevo a enviarte mi historia para su publicación, ya que he leído muchas de las historias que comparten contigo, y eso me ha dado la fuerza y la valentía para abrir mi corazón.

Soy Irina, tengo 37 años y nací en Argentina. Fui criada en una familia numerosa. Mi padre era obrero de construcción y mi madre, ama de casa. Él trabajaba de sol a sol, sin descanso, con el sueño de darnos una mejor vida. Sin embargo, muchas veces el dinero no alcanzaba y nos acostábamos con la panza vacía porque no había alimento suficiente para todos. Éramos nueve hermanos en total, y yo soy la única hija mujer, la menor de todos.

Mientras estudiábamos, mis hermanos mayores trabajaban con mi padre para ayudar a cubrir los gastos que conlleva una familia tan grande. El tiempo pasaba y mis hermanos empezaron a irse de casa, formando sus propios hogares. Yo fui la última en irme. A los 19 años decidí casarme.

Los primeros meses de casada fui muy feliz al lado de mi esposo, hasta que él llevó a vivir con nosotros a su madre y a su padre. Al principio, su madre me trataba muy bien, pero con el tiempo comenzó a tratarme muy mal. Yo le contaba a mi esposo lo que ocurría, pero él nunca decía nada. En lugar de apoyarme, se ponía del lado de ella, aun sabiendo cómo me hacía sentir.

Su padre era un hombre sin carácter, que poco opinaba. La que mandaba era ella: ordenaba, dirigía y controlaba todo a su antojo.

Cuando quedé embarazada por primera vez, mi esposo estaba feliz, y yo también. Pero su madre, al enterarse de la noticia, puso una cara de rabia y maldad. Ella no quería nietos; solo quería vivir en nuestra casa y seguir mandando. No teníamos privacidad, ni paz.

Mi esposo trabajaba todo el día, y cuando estaba en casa, solo quería descansar, lo cual era entendible. Pero su madre no daba tregua: siempre discutiendo, mandando, ofendiendo. Mi embarazo no le cayó bien. Tanto mal habló y tanto me hizo sufrir, que a los tres meses perdí al bebé por el estrés. Caí en una depresión tan profunda que no tenía fuerzas ni para levantarme de la cama.

Mi madre empezó a visitarme y, aunque la suegra siempre se sentaba a escuchar e interrumpía, mi mamá fue un pilar. Ella me ayudó a iniciar un tratamiento para mi depresión. Con el apoyo de psicólogos y psiquiatras, comencé a recuperar mi vida.

Por segunda vez quedé embarazada. Estábamos nuevamente felices, mi esposo y yo. Entonces aproveché el momento para ponerle un ultimátum: su madre debía irse. Él sabía que nadie podía convivir con ella, ni siquiera él la soportaba, pero aun así la había llevado a vivir con nosotros desde el principio.

Finalmente, le pidió que buscara otro lugar para vivir, tanto ella como su esposo. Pero la señora se negó y continuó haciéndome la vida imposible. A los cuatro meses y medio de embarazo, nuevamente el estrés, la tensión y la mala convivencia me hicieron perder a mi bebé. Esta pérdida me destrozó el alma. Mi corazón se rompió.

Hablé con quien era mi esposo y le dije que no podía más. Me fui. Me separé y regresé a la casa de mis padres. Busqué trabajo. Al año de estar separada y sin tener más contacto con él, conocí a un hombre bueno, amoroso y detallista.

Dos años después, quedé embarazada. Esta vez todo fue diferente. Tuve a mi hija Esperanza, una bebé hermosa, gordita y sanita. Fue el mejor regalo que Dios me pudo dar. Ella es mi milagro.

Yo ya no creía en el amor ni en la posibilidad de ser madre, pero Dios me recompensó dándome todo de una vez: un trabajo, un hombre que me ama y, sobre todo, a nuestra hija, nuestro tesoro.

Le pusimos Esperanza porque sabíamos que sería nuestra luz, nuestra más preciosa joya, un hermoso milagro de Dios.

Con el tiempo, mi exesposo y su familia se destruyeron entre ellos. Su madre se fue, dejando a su esposo, y mi ex lo terminó internando en un hogar de ancianos porque ya no quería hacerse cargo. Él se mudó a una casa más pequeña para no tener que vivir con su madre nuevamente.

Y así terminó, solo. Por culpa de su madre, una mujer manipuladora.

Mientras tanto, la vida me sonríe. Hoy vivo en paz, rodeada de amor, con una familia que me llena el alma. Y, sobre todo, con la certeza de que los milagros existen.

     Querida Paloma,

Hemos encontrado tu página a través de una amiga nuestra que ya ha publicado contigo. Queremos decirte que, motivados por las historias que las personas te envían, mi esposa y yo hemos decidido mandarte la nuestra. Te agradecemos a ti y a quienes comparten sus historias, ya que sirven de inspiración y motivación para todos los que las leemos.

Aquí estamos mi esposa y yo, escribiéndote nuestra historia, que esperamos sirva para alguien que esté pasando un mal momento.

Somos Carlos y Yereyda, un matrimonio venezolano que, por la desesperación, la falta de trabajo, alimentos, medicinas y demás, tomamos la decisión de emigrar a Uruguay. Vendimos todo lo que teníamos, juntamos dinero y llegamos a Uruguay huyendo de nuestro amado país, Venezuela, un lugar hermoso pero con muy pocas posibilidades de salir adelante.

Llegamos a Uruguay con nuestras niñas pequeñas. No sabíamos qué esperar; para nosotros todo era desconocido y, a pesar de que en Uruguay hay muchos venezolanos, no conocíamos a nadie de nuestro país. Las primeras semanas alquilamos una habitación pequeña, apenas si cabía una cama. Desde que llegamos, mi esposa y yo nos pusimos a buscar trabajo incansablemente. El poco dinero que teníamos se nos acabó en unas semanas y ya no teníamos más medios para sustentarnos.

Al estar sin dinero, la señora que nos rentó una habitación en el centro de Montevideo nos pidió que nos fuéramos de su casa, ya que ella necesitaba el lugar para una sobrina. Le pedimos que nos diera unos días más, pero la señora no lo permitió y tuvimos que irnos a la calle. Nadie más que nosotros sabe lo difícil que fue todo: llegar a un país con tu familia, casi sin dinero.

Ese día nos quedamos en una plaza de Montevideo. Cuando llegó la noche, seguíamos allí. La verdad fue una situación muy difícil para nosotros. No teníamos mantas ni abrigos, nada, y estábamos en la plaza en medio de la nada. Esa noche se acercaron unas personas para preguntarnos qué hacíamos con las niñas tan pequeñas en la calle a esa hora. Les dijimos que nos habían echado del lugar donde alquilábamos una habitación. Enseguida, la gente se acercó a darnos comida, mantas, agua caliente y hasta una carpa de esas que son para camping. Ahí pasamos la noche.

Al otro día, fuimos a un local a pedir si podíamos solamente utilizar el baño. De inmediato, las personas nos permitieron la entrada. Ahí mismo, conversando con la dueña del local, le contamos que habíamos llegado a Uruguay huyendo de Venezuela por la situación. Ese día, la señora, muy amable, nos dijo que podíamos trabajar en su tienda limpiando, trapeando y poniendo en orden. Nosotros aceptamos de inmediato. Ella se encargó de llevar a nuestras niñas al lugar donde descansan sus empleados y les dio alimentos. Las niñas se portaron muy bien.

Ese día, cuando ya íbamos a irnos, la señora nos dio la paga del día y, para nuestra sorpresa, nos dio mucho más dinero de lo acordado. Le dijimos que queríamos volver al día siguiente, y ella nos dijo que había quedado muy contenta con nuestro trabajo. En fin, salimos de ahí corriendo a comprar algo de comer y a buscar una habitación. Por suerte, conseguimos una habitación a un precio superaccesible.

Ahí conocimos gente muy linda, uruguayos que nos tendieron la mano. Nosotros íbamos todos los días a trabajar en la tienda. Con ayuda de una pareja de uruguayos, pudimos poner a nuestras niñas en la escuela. Nosotros trabajábamos y tratábamos de ahorrar todo el dinero posible. En un par de meses, hablamos con la señora de la tienda y le dijimos que queríamos empezar a vender comida en un puestito pequeño. Ella se emocionó tanto y nos dijo que lo hiciéramos, que intentáramos y que, si nos iba mal, siempre podíamos volver.

Así lo hicimos. Compramos todo y montamos nuestro puesto de hot dogs, arepas y platillos típicos de Venezuela. La verdad, los uruguayos son personas que se hacen querer. Obtuvimos mucha ayuda desde el principio. Ahora tenemos amigos uruguayos que, más que amigos, son familia. Siempre podemos contar con ellos y ellos con nosotros. Mi esposa y yo trabajamos en el puesto seis horas diarias, y nuestros amigos uruguayos también trabajan con nosotros.

Hoy pudimos alquilar una casa grande y hermosa. Tenemos nuestro puestito. Ahora vendemos también tortas fritas y empanadas uruguayas que aprendimos a hacer aquí en Uruguay. Hoy vivimos tranquilos, felices y agradecidos por toda la ayuda que nos han dado en Uruguay. Nuestras hijas también son felices.

Aprendimos a tomar mate con nuestros amigos y nos sentimos profundamente agradecidos y comprometidos con Uruguay y su gente, ya que no hay mejores seres humanos que los uruguayos: cálidos, agradables, amigables, solidarios. Nunca nos cansaremos de agradecer todo el apoyo, la ayuda y el cariño que nos han dado, aun sin conocernos. Ahora, gracias a Dios, vamos a contratar a dos personas más para que trabajen con nosotros. Nos va muy bien.

Siempre estaremos agradecidos por tanta generosidad.

Saludos, Paloma. ¡Y que éxitos!"

Hola Paloma, soy Pamela. Aquí te envío un resumen de mi historia. Espero que sea de tu agrado y la publiques en tu sitio web. Yo me crié en una familia humilde. A los 12 años me fui a trabajar a casa de familia. Ellos siempre fueron muy amables conmigo. Yo trabajaba en su casa, pero siempre me trataron como una hija más. Ellos nunca hicieron diferencias entre yo y sus hijos; a todos nos trataban igual. Ellos me habían contratado para las tareas del hogar, pero en realidad me trataban como si fuera una más de la familia y eso me encantaba. En mi casa nunca alcanzaba el dinero y la vida en mi casa no era fácil, con una madre golpeadora que se había separado de mi padre. Yo era una carga más para ella, como ella siempre me lo hizo saber. Ella siempre me trató muy mal a mí por ser la mayor de mis hermanas, ya que tengo una hermana más pequeña y ella siempre fue la consentida de mi madre. A ella sí mi madre la ayudaba en todo, le compraba golosinas, la cuidaba y la trataba bien. En cambio, a mí siempre me trataba mal, me insultaba, me menospreciaba, me ofendía con sus palabras y sus groserías. Cuando le propusieron a mi madre llevarme a trabajar a esa casa de familia, ella aceptó enseguida que yo me fuera, ya que, según ella, yo era solamente un gasto más en la casa. Yo no conocía a las personas que me ofrecieron el trabajo, aun siendo una niña, pero puedo decir que ellos hicieron todo lo posible por ayudarme y hacerme sentir querida. En lugar de hacerme hacer todos los quehaceres del hogar, me dejaban de vez en cuando fregar la losa con sus hijos y por eso nos pagaban. Ellos me dijeron que en su casa seríamos todos iguales, sus hijos y yo, y que yo debía estudiar y de vez en cuando podía ir a ver a mi madre y a mi hermana, la niña mimada. Así lo hablamos y así lo hicimos. Yo podía ir a estudiar, tenía todo lo necesario y más, ya que la familia que se encargó de mi educación procuraba darme todo, incluso el cariño que mi madre nunca quiso darme. Bueno, yo iba a visitar a mi madre y a darle algún dinerito de vez en cuando y a contarle cómo me iba. En fin, cada vez que iba, ella y mi hermana agarraban el dinero y ni las gracias me daban. Mi madre, cada vez que me veía llegar, decía: 'Ahí viene esa carga a molestarnos' y comenzaba con sus insultos hasta que yo le mostraba el dinero que les llevaba. Ahí le cambiaba la cara unos minutos, pero cuando recibían el dinero en su mano, ya nuevamente me decían: 'Ya es hora de irte, te invitamos a retirarte' y apenas podía estar unos minutos con ellas. La verdad, no recuerdo nunca haber recibido un abrazo o un beso de mi madre. Ella conmigo siempre fue muy dura, una mujer muy fría, pero a mi hermana la mimaba a cada rato. La verdad, nunca entendí cómo una madre puede hacer tanta diferencia entre sus hijos, pero bueno. Cada poco tiempo iba yo nuevamente a darles el dinero y nuevamente empezaban con sus groserías. Así pasaron años hasta mi mayoría de edad. Yo, mientras tanto, estudiaba. El trato de la familia hacia mí era el mismo de parte de todos; me trataban con cariño y respeto y me querían de verdad como a una hija más. En fin, mientras mi madre seguía mimando a su hija, su hija andaba bebiendo, usando drogas y mi madre apañándola. Ella siempre fue la perfecta, la más linda, la hija deseada; en cambio, yo ni migajas de cariño recibía. En fin, te cuento, Paloma, todo esto y sé que lo vas a publicar y me da mucho gusto. Entre lágrimas sigo contándote, ya que esas heridas de la niñez duelen demasiado. Bueno, mientras mi hermana desaprovechaba oportunidades, yo pude estudiar, me formé, soy Maestra de primaria, tengo una hija mía y una hija de mi marido. La hija de mi marido vive con nosotros en casa y te cuento que, así como yo recibí amor, el mismo amor que recibí de esa familia es el mismo amor que yo le doy a mi hija y a la hija de mi marido. Ellas aún son pequeñas, pero quiero que cuando crezcan nunca vayan a sentirse como me sentí yo de pequeña. Agradezco a mi querida Matilde y Roberto que ellos cubrieron todas mis necesidades de pequeña y a sus hijos, mis hermanos, que no son hermanos de sangre, pero son mis hermanos del corazón. Ellos todos me enseñaron lo que es el respeto, el amor a la familia, así sea de sangre o no. Bueno, hoy por hoy mi madre se quedó sola. Su niña consentida tiene 5 niños, todos regados con sus abuelas y vecinas, ya que ella no puede cuidar de ninguno. Al final, cuando cumplí la mayoría de edad, las dejé de ayudar económicamente y no volví a verlas hasta hace un par de años atrás, cuando mi madre me buscó porque necesitaba ayuda económica. Le di la ayuda esa sola vez y le dije que la perdonaba por todo, pero que ahora que yo había crecido ya no la necesitaba en mi vida, ya que la familia que me crio merece más que yo les llame papá y mamá que ella. Ellos simplemente me habían llevado a trabajar a su casa porque sabían que mi madre nunca me quiso. Yo la perdono desde el fondo de mi corazón, de verdad la perdono, pero perdonar es sanar y alejar gente que no suma a mi vida también es sanar. Gracias a Dios, a pesar de todos los desprecios y los malos tratos y groserías, hoy soy alguien en la vida, soy maestra y todo gracias a la familia que me dio el amor, el apoyo y todo lo que yo necesité. Hoy soy alguien en la vida, no siento rencor ni enojo, todo eso no es para mí, porque yo no sé dar mal, doy lo que recibí. Hoy soy feliz con mi marido, mi hija y mi otra hija que adopté como si fuera mía propia y las amo a las dos por igual y puedo decir que hoy soy feliz y ya a esta altura de la vida no quiero tener ningún vínculo con mi madre ni con mi hermana. Las perdoné desde el fondo de mi corazón, me costó años sanar mi corazón de tantos destratos, groserías y menosprecios, pero sané y soy muy, muy, muy feliz con mi familia, mis hermanos, mis padres que aunque no son mis padres de sangre sí lo son del corazón y mi esposo e hijas me dan toda la felicidad del mundo. Gracias, Paloma, espero mi historia inspire a muchas personas

 Testimonio de una compatriota uruguaya que prefiere permanecer en el anonimato.

Hola, quería compartir mi historia. Soy uruguaya. Me gustaría mantener mi nombre anónimo, pero quiero contar mi historia. Hace 15 años comenzó todo. Yo trabajaba de modelo. No ganaba mucho dinero, los trabajos que me daban eran muy pocos por aquel entonces. Un día, alguien me contactó para ofrecerme trabajo. La señora era muy amable y elegante. Comenzamos a conversar y ella me dijo que tenía una agencia de modelos en Italia y que estaban buscando modelos para una revista de moda muy famosa en Europa. Me dijo que si quería participar en su agencia, podía hacerlo, pero debía hacer mi pasaporte en un mes porque ella viajaba a Italia en julio.

Lo pensé durante una semana, que era lo acordado. Hablé con mi familia, vi una oportunidad que aquí en mi país no tenía. Roxana, que así se llamaba la señora que según ella tenía una agencia en Italia, fue a mi casa. Se presentó súper amable, elegante y educada. Mis padres me apoyaron, pensando que yo iba a cumplir mis sueños. Al final, inicié el trámite para el pasaporte de urgencia.

Roxana se ganó la confianza de todos nosotros, así fue que recibí mi pasaporte y emprendimos mi viaje a Italia. Cuando llegamos al aeropuerto, nos estaban esperando. Un auto muy lujoso con dos personas más. En el viaje pude ver lo lindo que es Italia. Llegamos tarde por la noche y estuvimos más de dos horas de camino para llegar al lugar donde, según ellos, me iba a quedar con otras modelos que allí vivían. Cuando llegué, me dijeron que yo debía entregar mi pasaporte, todo eso según ellos por seguridad. Yo, sin pensarlo, lo entregué. Esa misma noche me dijeron que yo debía ir a trabajar al otro día. Yo tenía mucha ilusión, me dejaron una habitación para mí sola, me indicaron dónde estaba todo, todo parecía normal. Cuando salí para dirigirme al baño, me encontré con otras mujeres jóvenes que estaban ahí. Algunas estaban bebidas, otras parecían haber consumido alguna sustancia alucinógena.

Cuando me presenté, una de ellas me dijo que no confiara en nadie y que todo era una mentira. Me quedé asustada, no sabía qué hacer ni a quién llamar. Esa noche no dormí. Al otro día, muy temprano por la mañana, me fueron a buscar para mi primer día de trabajo. Me entregaron la ropa que debía usar, era ropa muy vulgar, así que pregunté si no tenían algo más acorde a mí. Me dijeron que eso era precisamente lo que tenía que usar para captar la atención de los clientes. Fue ahí cuando mis ojos se abrieron muy grandes y empecé a atar cabos: lo que me había dicho la mujer que estaba ahí, más la ropa, y esas palabras, aparte habían cambiado rotundamente el trato conmigo y eso no era normal, que en un día me empezaran a tratar así. Esa mañana me fui con ellos y otras mujeres que estaban ahí. Nos llevaron a un bar, boliche, prostíbulo, no sé cómo le llamarán en cada país. Yo quería salir corriendo, pero era imposible. Tuve que quedarme y hacer lo que me decían, porque ya había visto que a una de las que estaba le habían dado un puñetazo. Ahí empezó mi calvario. Ese día no se terminaba. Me fui con el corazón y el alma rota. Cuando íbamos de regreso a la casa, me dijeron que ese era mi nuevo trabajo. Nos tenían a todas controladas, cada paso que dábamos, ahí estaban ellos vigilando.

Así pasaron los días, los meses, y yo seguía trabajando. Al igual que las demás que estaban ahí. La situación era fatal, todas consumían sustancias para poder sobrevivir a esa mala vida. Había una de ellas que deseaba escapar, bueno, en realidad todas deseábamos escapar. Los golpes eran a diario, no teníamos derecho a opinar sobre nada, solo debíamos obedecer. Pasó el tiempo, yo tenía un cliente habitual, él quería ayudarme, pero yo no podía irme sola, ahí habían más mujeres. La persona que me quería ayudar era un señor con mucha plata y él quería comprarme para que yo pudiera obtener mi libertad. Él sabía todo lo que estaba pasando, yo le había contado que nos engañaron a todas diciendo que tenían una agencia de modelos. Él no podía creer que todas estuviéramos ahí en contra de nuestra voluntad. En fin, lo seguía viendo habitualmente, él dejaba mucho dinero, así que ellos lo atendían muy bien y por ende yo también tenía que acceder a ser amable. Todas estábamos agotadas, trabajábamos sin descanso, eso era un infierno. Ya no podíamos seguir así, haciendo abuso de sustancias para poder sobrevivir.

Ellos se llevaron a tres de las que estaban ahí con nosotras, tampoco quiero dar a conocer sus nombres, se las llevaron y nunca más volvimos a saber de ellas. Algunas de nosotras planeamos una huida, pero fracasamos. Así que lo único que conseguimos fue peor. Estábamos todas golpeadas y maltratadas. Nos encerraron, no teníamos comida. Trabajábamos por largos días y no nos daban alimentos más que agua. Al final, nuestra salud se fue deteriorando bastante al no recibir alimentos.

Un día de esos que íbamos a trabajar, le dije a ese señor que me había querido ayudar, que aceptaba la ayuda, que quería regresar a mi país, que ya no aguantaba más. Él me dijo que íbamos a ver la manera de que él me pudiera ayudar y así lo hizo. Él pagó muchísimo, pero muchísimo dinero por mí, esa fue mi esperanza, él fue una luz en mi camino. Ese mismo día ellos hablaron y accedieron a venderme. Él llevó una maleta negra, realmente como hacen en las películas, les entregó su maletín y ellos me dejaron ir con él. Yo jamás había visto tanto dinero junto. Fuimos a su casa, descansé y al otro día le pedí que me llevara a la embajada y a la policía. Hicimos la denuncia. La policía llegó a la casa para liberar a las otras personas que estaban ahí, ellas eran de diferentes nacionalidades: italianas, españolas, brasileñas, dos argentinas y yo de Uruguay. Al final, la policía italiana logró rescatar a todas. La historia es demasiado larga y terrorífica, pero quiero resumir y dar a conocer mi caso como el de otras muchas personas que se van engañadas. En fin, al final pudieron encontrar todos nuestros pasaportes. Todas nos abrazamos y nos llevaron a una comisaría, ahí pasamos la noche. Después estuvimos dando la declaración de todo lo ocurrido, así estuvimos varios días declarando todo lo que había sucedido, hasta que al fin nos dijeron que nos iban a enviar a cada una a su país. Y así fue. Yo le agradezco a aquel señor que gracias a él regresé viva, sana y salva a mi país, al igual que mis compañeras.

Mis padres no se daban por vencidos, ellos también movieron cielo y tierra para conseguir que yo apareciera. Pasaron dos años, pero al fin pude regresar a mi casa, estar con mi familia, no solo yo sufrí, mi familia también sufrió demasiado la incertidumbre, no los dejaba, ellos buscaron información, abogados, hicieron la denuncia por mi desaparición. Ellos pedían saber dónde yo estaba y necesitaban que yo apareciera. Cuando me dejaron ir, pude llamar a mis padres después de dos largos años. Pude volver a mi país, mis compañeras también pudieron volver a su país de origen.

En fin, lo que yo quiero transmitir es que nunca confíen cuando se les ofrezca un trabajo en otro país, nunca pero nunca acepten, a veces es mejor no tener nada o tener lo justo, pero estar seguras en nuestro país, nuestro hogar, nuestra gente. Hoy estoy con mi familia, vivo tranquila, no tengo bienes materiales, pero eso es lo que menos me importa. Nadie sabe todo lo que tuvimos que atravesar, pero pudimos salir todas y dejar esa vida atrás. Yo aún mantengo el contacto con las demás chicas. Ese pasado quedó atrás, hoy trato de vivir el día a día y ser agradecida por todo, por un día más, por abrir mis ojos, por poder caminar libremente. Agradezco por mi familia cada día y por lo afortunada que soy al estar aquí y poder contarlo. Muchas gracias, espero que mi historia sirva para abrir mucho los ojos de esas jovencitas que se quieren ir a otro país a cumplir sus sueños."

 

 

         

               Herencia y conflictos familiares.

Hola, Paloma! Encantada de compartir mi historia contigo. Aquí te la envío:

Soy argentina, hija de madre uruguaya y padre argentino. Siempre fuimos una familia muy unida y respetuosa. Mi abuela dejó una herencia a mi padre y a mi tía, quienes también siempre fueron muy unidos. Sin embargo, después de recibir la herencia, todo cambió. Empezaron a pelear por quién se quedaba con más, y eso se convirtió en una batalla interminable.

Mis primos también exigían una parte de la herencia, aunque mi abuela no les había dejado nada a ellos ni a nosotros; solo a mi padre y a su hermana. Sus hijos se volvieron altaneros, groseros y atrevidos. Iban a cada rato a mi casa a pedirle a mi padre que les diera parte de su herencia, pero a su madre no le pedían nada. Querían despojar a mi padre de sus bienes, que aunque no eran muchos, eran suficientes para vivir cómodamente unos años.

Todo esto trajo mucho estrés a mi casa. Mi madre le decía a mi padre que les diera todo, que nosotros no necesitábamos nada, pero mi padre no quería ceder, ya que el testamento de mi abuela era muy claro: les dejaba todo a sus dos hijos y a nadie más. Pero mis primos no paraban de venir a nuestra casa todos los días, queriendo algo que no les pertenecía. Lo heredado era de mi padre y mi tía.

Después de recibir la herencia, mi tía se mostró como realmente era: una sinvergüenza vividora. Ella nunca tuvo nada; mi abuela la mantenía a ella y a sus hijos. Un día, esperaron a mi padre en la puerta de mi casa y, cuando salió, le dieron una golpiza, todo impulsado por mi tía, que había mandado a sus hijos.

En fin, esta es una larga historia, pero te la voy a resumir. Mi madre y mi padre denunciaron la agresión, pero la policía no hizo nada. Al final, mi padre se enfermó a causa de tanto estrés, casi muere. Fue ahí que decidimos mudarnos. La verdad, no les entregamos nada de lo que era de mi padre; nos fuimos para evitar tantos conflictos familiares.

Mi tía se gastó su parte dos años después. Llamó a mi padre para disculparse, y él la perdonó. Al poco tiempo, volvió a llamar para pedir ayuda económica. Mi padre accedió, aunque mi madre no estaba de acuerdo. Mi tía se disculpó y se arrepintió, y mi padre la ayudó, ya que se había quedado sin un peso. Cuando le preguntamos a mi padre por qué la ayudaba después de todo lo que nos hicieron, él respondió: "Porque uno da lo que tiene en el corazón, y yo no tengo maldad. A la gente hay que enseñarle que la bondad de verdad existe".

Bueno, este es un pequeño resumen, ya que si te fuera a enviar todo, creo que serían 80 páginas, jajaja. Espero que te guste la historia y la quieras publicar, solo para demostrar que los buenos somos más.

 

Les aseguro que todas las historias que me llegan me conmueven, pero esta historia me llegó a lo más profundo de mi ser. Yo también pasé por cosas similares de niña, sé lo que es no tener qué comer, será por eso que esta historia me hizo derramar lágrimas. Pero al igual que ella, siempre luché por salir adelante. Aquí va tu historia publicada, te envío un abrazo a la distancia y espero que te guste tanto como a mí ver tu historia publicada 

 

     La niña que se enfrentó a todo para sacar a su familia

Mi  nombre es Marina , y mi historia es un testimonio de la fuerza del amor familiar y la capacidad de superación. Quiero agradecer a Paloma por permitirme compartir mi vida en este espacio.

Crecí en un hogar donde las dificultades eran constantes. Mi madre luchaba contra la adicción a las drogas, una batalla que la consumía y la alejaba de nosotros. Éramos cuatro hermanos, y yo, como la mayor, asumí el papel de madre desde muy temprana edad.

Mi madre comenzó a consumir drogas siendo muy joven. Durante sus embarazos, la cocaína y otras sustancias tóxicas eran parte de su día a día. Las fiestas, el alcohol y el olvido eran su refugio, mientras nosotros éramos olvidados. La responsabilidad de cuidar a mis hermanos recayó sobre mí, una niña obligada a madurar prematuramente.

Las ausencias de mi madre se prolongaban por semanas, dejándonos a nuestra suerte. La falta de amor y atención marcó mi infancia, pero como hermana mayor, mi deber era proteger y guiar a mis hermanos. Les enseñé el valor de la familia, la importancia de permanecer unidos a pesar de las circunstancias.

Nuestros días pasaban entre la escuela y el hogar. Al regresar, me encargaba de preparar la merienda y supervisar las tareas escolares. La cena era un desafío, a veces dependíamos de la generosidad de nuestros vecinos, otras veces salíamos a limpiar zapatos para conseguir unas monedas. La pobreza era nuestra compañera, pero el arroz con huevo en la mesa era nuestra victoria.

Mi padre, otro adicto, nos abandonó y se mudó a unas calles de distancia. Su indiferencia se sumó a nuestro dolor. Para sobrevivir, vendíamos pastelitos y empanadas casa por casa. Algunos días eran buenos, otros no tanto, pero siempre encontrábamos la forma de salir adelante.

Los años pasaron, y mis hermanos crecieron. Gracias a mi esfuerzo, todos lograron estudiar y convertirse en personas de bien. Durante mi adolescencia, conseguí un trabajo y pude brindarles un apoyo económico más estable. Mi hermana menor, dos años menor que yo, también trabajó y estudió. Sacrifiqué mis propios estudios para asegurar el futuro de mis hermanos, y hoy, verlos realizados me llena de orgullo.

De mi madre, no volvimos a saber nada. Un día, simplemente desapareció. Quizás fue lo mejor, ya que su vida de adicción nos exponía a peligros constantes.

Con el tiempo, mi trabajo se convirtió en la base de un nuevo comienzo. Comencé a preparar comidas en casa para vender. Con unas mesas y sillas en el patio, transformé mi hogar en un pequeño restaurante. Mi hermana se unió a mí en la cocina, y juntos construimos un negocio familiar.

Hoy, 24 años después, tengo mi propia familia: dos hijas hermosas y un esposo maravilloso. Nuestro restaurante es el corazón de nuestra unión, donde trabajamos todos juntos: mis hermanos, mi hermana ,mi esposo y yo.

A pesar de las tristezas del pasado, la vida nos ha sonreído. Dios multiplicó nuestras bendiciones, y hoy podemos recordar nuestros inicios con gratitud. El hambre y la falta de amor nos unieron, convirtiéndonos en una familia indestructible.

El amor y la unión familiar fueron nuestra salvación. Agradezco a mis hermanos, Sonia, Ricardo y Pablo, por nunca rendirse y por permanecer a mi lado.

Hoy, somos felices. Cada uno tiene su hogar, comida en la mesa y, lo más importante, nos tenemos los unos a los otros. La vida nos ha enseñado que, juntos, podemos superar cualquier adversidad. Me siento bendecida por la hermosa familia que Dios me ha dado.

 

 

           Adopción y reencuentro con su familia biológica

Hola a todos, soy Soledad. Nací en Uruguay, pero crecí en los Estados Unidos. Mi vida, hasta hace poco, parecía un cuento de hadas: padres amorosos, una infancia feliz,pero todo cambió cuando descubrí la verdad.

Siempre hubo algo que no encajaba. La falta de fotos de bebé, las evasivas de mi madre sobre su embarazo, y la diferencia en nuestro aspecto físico: ellos rubios, yo morena. La sospecha se convirtió en certeza cuando encontré los papeles de adopción.

El descubrimiento fue un torbellino de emociones. Lloré, grité, me enfurecí. ¿Cómo podían haberme ocultado algo así? Sentí que mi mundo se desmoronaba. Enfrenté a mis padres, exigiendo respuestas. En ese momento, sentí una mezcla de confusión y sí, incluso odio. ¿Cómo podían haberme quitado la verdad?

Decidida a encontrar mis raíces, viajé a Uruguay. Allí, con la ayuda de mi tía, descubrí la historia de mi madre biológica, Norma. Una joven de 18 años, con dos hijos, sin recursos, que tomó la desgarradora decisión de darme una oportunidad que ella no podía ofrecerme.

Pero mi viaje no terminó ahí. También pude conocer a mi padre biológico. Un hombre atento y amable, que poco a poco se ha ido ganando mi cariño. Descubrí que tengo dos madres y dos padres, cada uno con su propia historia, su propio amor.

El encuentro con Norma y mis cinco hermanos fue un huracán de emociones. Al verla, entendí. Entendí el amor que la impulsó a dejarme ir, el sacrificio que hizo por mí. Y poco a poco, el odio se transformó en comprensión, en gratitud.

Mis padres adoptivos, a quienes en un momento odié, me demostraron que su silencio no era maldad, sino amor, protección. Ellos me dieron la vida que Norma no podía. Y Norma, con su valentía, me dio la oportunidad de tener esa vida.

Hoy, mi corazón está lleno. Tengo dos madres, dos padres, cinco hermanos, una familia  que me ama. Viajo a Uruguay, celebro en familia disfruto con ellos , y vuelvo a Estados Unidos, agradecida por el regalo de haber encontrado a mi familia.

Gracias, Paloma, por permitirme ser parte de estas historias.

 

 

La historia de una familia que nunca se rindió ante las dificultad

 Hola, Paloma Soy Paula, y antes que nada, quiero agradecerte por responder tan rápido al correo que te envié. Te contaré mi historia.

Soy de Argentina, y tengo cinco hermanos varones. Soy la única mujer. Nuestros padres eran panaderos y teníamos una panadería que funcionaba muy bien. Nunca tuvimos necesidades,la verdad es que en casa teníamos de todo. Estudiamos lo que cada uno quiso. Económicamente, nuestros padres siempre nos apoyaron. Mi madre trabajaba con mi padre en la panadería. Tuvimos una vida digna, sin lujos, pero con todo lo que necesitábamos y más.

Éramos muy felices, una familia que siempre se sentaba a conversar al final del día, preguntándonos cómo nos había ido.

Hasta que un día, mi madre enfermó y cayó en una depresión severa a causa de su enfermedad. Mi padre, un hombre fiel y amoroso, empezó a dedicarle más tiempo a mi madre, ya que su salud se deterioraba cada día más.

Llegó un punto en el que mi padre se llenó de deudas al no poder trabajar en la panadería. Tantas fueron las deudas que tuvimos que cerrarla. Ese era nuestro único sustento. Mi padre perdió el local, las máquinas, todo, por estar pendiente de mi madre. Nosotros ayudábamos en lo que podíamos, pero no era suficiente.

Al final, terminamos perdiendo nuestra casa. El dinero se había agotado y las medicinas eran muy caras. Quedamos en bancarrota, sin casa, sin negocio y con mi madre enferma. Mi padre se sentía desesperado, pero nunca se rindió. Mi madre logró salir de la depresión y su enfermedad mejoró muchísimo.

Nos mudamos a la casa de mi tía, quien nos ayudó en todo y motivó a mi familia a volver a emprender desde su casa. Mi padre, mi madre y nosotros, sus hijos, hacíamos facturas, medialunas, panes, de todo, para salir adelante.

Poco a poco, empezaron a llegar clientes, vecinos de mi tía y amigos que iban todos los días por su pan y facturas. Mi padre hacía panes y facturas que ofrecíamos en almacenes. La verdad es que los panes y facturas son deliciosos, y no lo digo porque los hagan mis padres, sino porque realmente lo son.

Al final, mi padre alquiló un local, puso su panadería y nos va muy bien. Fue un esfuerzo tremendo. Pensamos que nunca saldríamos adelante, pero pudimos recomenzar. Y como digo yo, a veces perdiendo se aprende a ganar. Este fue nuestro caso: lo perdimos todo, pero logramos recomenzar, y ahora nuestra panadería es mucho más grande y linda.

Gracias, Paloma, por compartir mi historia. No es la gran historia, pero quería compartirla. Te mando un abrazo enorme y espero pronto ver mi historia publicada en tu sitio.

 

Historias reales de personas que han salido adelante

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